(Parte II)
Por: Oscar López Reyes
¡Ten cuidado! (6), que será agredido: “Más que a escucharte, he venido a evitar una tragedia”, me susurró el caballero momentos antes de yo dictar una conferencia en un pueblo del Sur, en el 2014. Discretamente me identificó a los dos jóvenes -que parece que pertenecían a un grupo desprendido de un reducto del Movimiento de Liberación Trinitarios- que tenían asignada la misión de embestirme por haber planteado la hipótesis del suicidio de Narciso González (Narcisazo). Dos de mis acompañantes se acercaron a ellos, y les advirtieron las consecuencias de la acción que tenían proyectada ejecutar, por lo cual se retiraron de inmediato. Días antes, un amigo inseparable de Narcisazo, Jimmy Sierra, fue amenazado de muerte telefónicamente cuando hacía una intervención por la Z-101, corroborando con mi presupuesto. Ese otro entrañable con antecedentes de violencia le advirtió que actuaría si seguía -junto con el otro- sazonando el asunto de Narcisazo.
Ya a un ex general policial yo le había reprochado que, por su temor a la opinión pública, no reveló su evidencia primaria sobre la desaparición del meritorio y sufrido profesor, y a los dos primeros y más extendidos investigadores de la Procuraduría General de la República, Bolívar Sánchez y Frank Soto, actual juez de la Suprema Corte de Justicia, les había abundado sobre mis novedosas indagatorias. Los dos fiscales hacen constar sus enriquecidas y nuevas opiniones en el libro de mi autoría: Narcisazo: ¿Homicidio o Suicidio? -Las dos caras de una ausencia misteriosa-, que sirvió de base para exponer en cuatro paneles, en más de 50 programas y para ofrecer explicaciones -tardíamente- a los confundidos jueces de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. La hipótesis cada día cobra más vigencia.
Dos sicarios (7). Dos individuos a bordo de un motor Saltamontes se colocaron -una tardecita de septiembre del 2005- en la cercanía de la puerta izquierda de mi vehículo Honda Civic, gris, mirando hacia su interior, cuando este salió del parqueo de mi residencia. El automóvil dobló tres veces a la izquierda y luego dos a la derecha, y los sujetos no se le despegaron. Nervioso, mi hijo Enver, quien lo conducía, se detuvo en una estación de gasolina, al lado de un vigilante, y se desmontó del carro. Al comprobar que no era yo el que manejaba, los dos sicarios tocaron la corneta de la retirada. Al poco tiempo, como para que no volvieran a perseguirlo, el pobre Honda Civic cogió fuego -hubo un descuido de sus soldadores- y cuando los bomberos llegaron, no tuvieron más alternativa que contemplar sus restos.
En Iglesia (8). Tres días después -septiembre del 2005- este servidor escuchaba la misa nocturna en la Iglesia Paz y Bien, en la avenida Sabana Larga del Santo Domingo Oriental, rodeado de familiares y amigos. Vieron a un sujeto extraño. Mi tío Chequelo López observó que había salido de un vehículo que le esperaba en la ribera del templo y dio alerta a dos agentes del Departamento de Investigaciones Criminales de la Policía que cumplían una misión protectora. A toda carrera se metió en el automóvil, que emprendió la marcha y se escabulló en el tumulto vehicular.
El desesperado (9). Era medio moreno, gordito y bajito. Se le veía un bulto en la cintura. Había subido a la segunda planta del edificio 15 de la calle El Conde, frente al parque Colón. El desconocido preguntó por Oscar López Reyes y, al verle la desesperación reflejada en el rostro y notar la presencia de una segunda persona en la puerta, la secretaria Yudelka Vargas le contestó que no estaba, aunque yo lo estaba observando junto a otros dos aguerridos. ¿El motivo? Al contestar sospechosamente, la estudiante de comunicación social habló a todo pulmón. Varios empleados salieron a saber qué ocurría, y los dos huyeron en un vehículo que estaba estacionado en las inmediaciones, según testificó, desde su silla de rueda, un amigo que por su condición motora no pudo avisarme cuando vio que los dos sujetos subieron al edificio.
Disparo loco (10). El tiro que estaba en la recámara de una pistola se zafó, me rozó la barriga, le cruzó por entre las piernas al abogado Neftalí González Díaz y por el medio de dos sillas en las cuales estaban sentadas dos señoras que conversaban animadamente. La bala descansó, sin fuerza, en una pared. Otros dos abogados acompañantes, que estaban en el mismo vehículo, Naudy Tomás Reyes y Juan Vásquez, todavía están espantados. Los cuatro buscamos como una especie de refugio en las afueras de la ciudad de la región Sur. Asistíamos -el miércoles 24 de febrero de 2010- a una audiencia en la cual se conocería una solicitud de libertad condicional de una recluta condenada a 5 años de prisión por complicidad en un asesinato, y que fue suspendida por seguridad del tribunal ante la confirmación de la presencia de elementos altamente sospechosos.
Los dos que persiguieron el Honda Civic, los dos de la Iglesia Paz y Bien, y los dos que subieron a la segunda planta del edificio El Conde 15, posiblemente hayan sido los mismos sicarios responsables de cumplir una misión, que se tejió fallida por la vigilancia y la utilización de rutas variadas, a diferentes horas, de quien escribe. Ellos actuaban por mandato de un grupo que distribuía drogas en el ensanche Luperón, el barrio 27 de Febrero y Capotillo.
Con mi eliminación física buscaban impunidad, seguir su negocio y ampliando su nómina de asesinatos. En las primeras horas de la tarde del 19 de agosto de 2005, Jonathan Tavarez Portes ingresó, haciéndose pasar por mensajero, a la residencia de la psicóloga y educadora Yanet E. López Reyes (mi hermana), en la calle 4 Sur número 86 del ensanche Luperón, donde le disparó mortalmente al tórax, delante de sus tres hijos menores de edad.
Tavarez Portes testimonió, en un documento rubricado por su defensor público, que ratificó cinco meses antes de morir del SIDA en la cárcel de La Victoria, que el grupo le facilitó todos los recursos para cometer el crimen, desde 200 mil pesos, cinco kilos de cocaína, el uniforme de mensajero que vestía, lentes, una gorra, un bulto, un motor y el arma de fuego. Otro participante, Melvin Antonio de la Cruz Batista, fue abatido por dos guardaespaldas del ex presidente Hipólito Mejía durante un atraco luego de salir secretamente de la prisión, y un tercero fue fulminado en los brazos de su madre, a fin de poder controlar el tráfico de una zona de Villa Consuelo.
La banda fue desarticulada por la Policía Nacional y logramos condenas de la última instancia para los implicados en el asesinato de la profesora López Reyes: Rosa Marte y/o Sonia Altagracia Alcántara, sentenciada a 15 años de prisión; Junio Leonel Sánchez (Caco de Bala) a 10 años; Orlyn Deyanira Vásquez Díaz y Ariel Antonio Paulino Guerrero a 5 años de cárcel. El castigo no fue mayor porque “la influencia externa se aposentó en los senos de dos juezas, y las amarró en la tinaja afectiva. Hubo componenda, y pasmo”. Y dos salieron un año antes de cumplir la pena porque en otro juez “la villanía tragó, despeinada, el caldo ardiente de su propia malignidad. Se le aflojó el trasero, y patinó apático hacia el infierno del calabozo”.
Por el asesinato referido, la sociedad quedó impactada e indignada. Procuramos y logramos justicia, en la puesta de la luz cósmica y desafiando los efluvios del bajo mundo, en el rompeolas de la insolencia, por respaldos esenciales, como el del entonces presidente de la República, Leonel Fernández Reyna; el jefe de la Policía, general Bernardo Santana Páez; el fiscal del Distrito Nacional, José Manuel Hernández Peguero y sus adjuntos Fabián Melo y Jhonny Núñez Arroyo; los doctores José Rafael Abinader, ex senador y rector universitario, y Wilson Gómez Ramírez, Registrador de Títulos del Distrito Nacional; el Colegio de Abogados, con su presidente Julio César Terrero Carvajal y sus directivos Neftalí González Díaz, Juan Vásquez y Daniel Rondón Monegro, y los abogados Naudy Tomás Reyes, Santos Aquino Rubio, Robinson Cuello y Miguel Angel Prestol Castillo.
La investigación que condujo a la condena se bobina como un prototipo, como se describe en mi libro Estragos de la infidelidad. Una novela recostada en un asesinato espantoso. Falta ahora que se cumpla la Ley Divina.