Por: Kilsis Almonte Jiménez
El 21 de septiembre celebramos el Día Internacional de la Paz, una jornada dedicada a reflexionar sobre la tranquilidad, la ausencia de conflicto y la necesidad urgente de un mundo sin violencia. La palabra “paz” proviene del latín Pax, que significa la “ausencia de guerra”.
En su definición más básica, muchos la asocian con calma, quietud y el sosiego que surge de la falta de disturbios. Sin embargo, mientras nos unimos en oraciones y reflexiones por la paz global, hay una paz mucho más íntima que a menudo pasamos por alto: la paz interior.
Resulta curioso que, aunque esta paz sea la más esencial para nuestro bienestar diario, sea también la que más ignoramos o, peor aún, la que sabotemos con nuestras propias decisiones. Se habla mucho de meditación, yoga y otras prácticas para lograr la calma interna, lo cual es positivo.
No obstante, ¿de qué sirven estas prácticas si nuestras elecciones de vida no están alineadas con ese anhelo de serenidad? Nos llenamos de actividades, cargamos nuestras agendas y, paradójicamente, contribuimos a nuestra propia intranquilidad.
En nuestras vidas modernas, somos expertos en asumir más de lo que podemos manejar. Nos enorgullecemos de nuestras habilidades multitarea, aceptamos una tarea tras otra sin detenernos a pensar en el impacto a largo plazo. Y cuando los resultados son estrés, ansiedad o agotamiento, nos sorprendemos. Como dice el adagio: “Lo que hacemos con las manos lo desbaratamos con los pies”.
Un ejemplo de esto es cómo buscamos una vida más “orgánica” o “natural”, pero nos intoxicamos con redes sociales, compromisos financieros y relaciones tóxicas. Nos encontramos atrapados en un ciclo de decisiones impulsivas, ya sea en el trabajo, con nuestras parejas, hijos o incluso en nuestras inversiones. Y así, lo que debería ser una vida equilibrada y pacífica se convierte en un campo de batalla interno.
Soy un vivo ejemplo de alguien que sobrecarga su “tendido eléctrico”, es decir, alguien que, por ser capaz de hacer mucho, termina haciendo demasiado. Cada tarea adicional, cada compromiso aceptado sin pausa, va acumulando una tensión que tarde o temprano pasa factura.
Somos observadores atentos de los problemas de los demás: juzgamos las enfermedades de quienes nos rodean, comentamos sobre divorcios o adolescentes problemáticos, pero pocas veces nos detenemos a analizar nuestras propias vidas. Mientras tanto, en nuestras puertas, el timbre de la advertencia sigue sonando.
Es momento de cambiar el enfoque. Si realmente deseamos la paz —tanto en el mundo como dentro de nosotros mismos— debemos empezar con nuestras elecciones diarias. Celebrar la paz no solo un día al año, sino hacer de ella una práctica continua. La paz interior es una conquista, y cada decisión que tomamos puede acercarnos o alejarnos de ella.
Que cada uno de nosotros haga honor a la búsqueda de la paz interior, no solo en nuestras meditaciones o momentos de quietud, sino en la forma en que vivimos, elegimos y nos relacionamos cada día.