Parte (1 de 2)
Por: Rafael Céspedes Morillo
Atardecer…
Las nubes parecían danzar. Era fácil creer que habían ensayado, pues sus movimientos eran armoniosos, lentos, casi al compás de una música que no se escuchaba. Eran grises y semejantes, pero pocas y notablemente inquietas. El azul del cielo las hacía destacar, y las ramas de los verdes árboles parecían aplaudir sus silenciosos movimientos. No eran desconocidas; eran las mismas nubes de siempre, aunque esta vez con una gracia especial, como si cambiaran de vestido cada tarde, dejándose llevar por la silenciosa brisa.
Lucrecia, extasiada por el espectáculo, sonreía, inmersa en el disfrute, ajena a cualquier otra cosa. Ni siquiera escuchó cuando Heroína, su abuela, a quien todos conocían como Niní, la llamaba con insistencia. —¡Lucrecia, Lucrecia! ¿Dónde estás? ¡Ven, hay que recoger la ropa antes de que llueva!
Cuando finalmente escuchó el llamado, Lucrecia volvió a la realidad y pensó para sus adentros: "La abuela está pasada, ni siquiera está nublado". Sin darse cuenta, murmuró esta última frase mientras llegaba junto a Niní, quien la oyó y replicó: —Los muchachos de ahora no entienden… pero escúchame a mí: mis rodillas nunca me han mentido, y el aguacero que viene será grande, ya verás. Es que siempre es tan fuerte como el dolor en mis rodillas.
La obediente nieta asintió y se dispuso a realizar la tarea, aunque seguía convencida de que no había condiciones para la lluvia. Sin embargo, no podía negarse y, aparentando buena voluntad, salió a recoger la ropa tendida en el alambre que bordeaba la casa. A medida que lo hacía, comenzó a sentir las primeras gotas de lluvia. Asombrada, pero sonriendo, se dijo a sí misma: "¿Cómo es que estos viejos saben cuándo lloverá antes de que el cielo se nuble?" Y se apresuró a completar la tarea antes de que la lluvia la empapara a ella y a las ropas.
Las gallinas empezaban a subir a la mata de higüero que les servía de dormitorio. Algunas se cobijaban en los aleros de la casa, esperando su turno, como si respetaran un orden jerárquico. El gallo, al llegar, echó un vistazo y voló a su rama preferida. Una de sus compañeras, ya instalada, se corrió unos centímetros para hacerle sitio y evitar algún picotazo. Así se manejaba el gallinero de Cundo y Niní: había orden y jerarquía, como en la casa, donde Cundo mandaba y Niní obedecía. Ella cuidaba de su marido y de la casa, y juntos habían criado a nueve hijos, todos ya lejos, en la ciudad. Solo les quedaba esa nieta que ahora los acompañaba y les ayudaba en las labores diarias.
—Lucrecia, ve al camino y mira a ver si Cundo ya viene. Pasan de las seis, y él nunca llega tan tarde. Aunque Lucrecia obedeció, en su corazón sabía que su abuelo estaba en camino. Lo mismo ocurría todos los días, y así fue: a lo lejos, divisó la figura diminuta que parecía crecer, aunque lo que pasaba era que el abuelo venía acercándose.
—Sí, abuela, ya viene el abuelo. —Pues ve a la cocina y atiza el fogón para calentarle la comida. En unos minutos iré yo.
Cundo llegó el abuelo, como siempre, guardó sus herramientas, tomó un jarrito y, con agua de la tinaja, se lavó la cara y las manos. Al terminar, miró a su alrededor y preguntó: —¿Y dónde está Boca Negra, que no vino a recibirme? ¡Ese perro tan fiel, qué raro! Aay abuelo!, no quería decírtelo, pero…